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OPINIÓN | Carta a Alejandro González Iñárritu a propósito de la salida de “Bardo”

CNNEE

Nota del editor: Wendy Guerra es escritora cubanofrancesa y colaboradora de CNN en Español. Sus artículos han aparecido en medios de todo el mundo, como El País, The New York Times, el Miami Herald, El Mundo y La Vanguardia. Entre sus obras literarias más destacadas se encuentran “Ropa interior” (2007), “Nunca fui primera dama” (2008), “Posar desnuda en La Habana” (2010) y “Todos se van” (2006). Su trabajo ha sido publicado en 23 idiomas. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente a la autora. Mira más en cnne.com/opinion

(CNN Español) —

Mi querido Alejandro:

No quiero despertarte, aquí ya es medianoche, pero en Europa apenas amanece. Te escribo tras haber visto Bardo. He quedado fascinada con tu nueva película. Posee uno de los grandes dones de Cien años de soledad: llevar el imaginario latinoamericano al plano universal, sacar el vaso de agua de los espíritus, escondido bajo la cama y elevarlo al mundo de la autoficción, a esa complicidad coral que nos narra, alude, lastima, pero también, nos representa.

La estructura me recuerda a Rayuela, podemos empezar a leerla desde cualquier esquina dramática. Al espectador se le van repartiendo paquetes de tierra y en ellos va contenida la historia del continente americano. Lo importante es que a partir de aquí se inicia lo que ustedes llaman un parteaguas. Bardo ha proyectado sobre el plano blanco un debate ideológico estético y ético muy necesario. Cerrar los ojos ante eso es, cuando menos, un acto de irresponsabilidad y cobardía.

Cortesía: Netflix

Habiendo rebasado ya el concepto fin de la historia, actualizado por Francis Fukuyama tras el derrumbe del Muro de Berlín, y ante la falta de verdaderos líderes, pues quienes gobiernan hoy son, en su mayoría, segundas voces, aparece, como de la nada tu alter ego. Este personaje va amplificando sus demonios internos durante la trama y, con gran belleza, reparte el trastorno que genera su inmolación social, se incinera y lleva a la deriva a su familia, en un acto de entrega kamikaze, mostrando las debilidades, logros y miserias del melodrama intelectual de la izquierda latinoamericana. Silverio Gama ha llegado a obtener los más altos galardones atesorados por un creador en el siglo XXI, sabiendo que solo queda poner en riesgo todo lo ganado para volver a empezar, canjeando la exposición de su intimidad por un agridulce debate cultural en medio de una crisis sistémica sin precedentes. Así comienza este viaje sin retorno.

Si bien Jaques Derrida se ocupa de disputar y mover el piso a todas las oposiciones clásicas, planteando: “La circularidad es historicidad: esto es, la gravedad de un ya existente que pesa y le da su lugar, su centro, a la cuestión del ser que siempre ha comenzado a invocarnos”, el filme se plantea un recorrido de secuencias clásicas donde al final de cada una de ellas, se rompe el decorado y también el héroe en pedazos, provocando así la revisión histórica de cada plano desde la monumentalidad de nuestros balcones visuales.

Cortesía: Netflix

Silverio usa los archivos como quien retoma sus zapatos de correr para perderse en el bosque. Para eso son los cánones, para revisitarlos, diluirse y regresar sobre ellos.

He leído críticas a la película. Siento que algunas van más allá del filme, intentando impedir que el mundo latinoamericano se exprese de modo monumental, coartando el derecho a retratar nuestro universo, nuestras problemáticas y nuestros dolores endémicos con la monumentalidad que nos distingue. La exuberancia de Alejo Carpentier en El reino de este mundo, la afilada palabra de Roberto Bolaño, la acertada cartografía del pensamiento de Octavio Paz y la poderosa sombra de la muerte en Juan Rulfo edificaron la voz de nuestro continente. A estas alturas, no tenemos que pedir ni permiso ni perdón, por y para narrarnos y polemizar, en nuestro estilo. Y es que, desde el significado esencial de una pirámide precolombina o desde los espesos paisajes de la cultura latinoamericana, nosotros somos el canon y esa es la apuesta de Bardo.

Una vez más, la subestimación y la prepotencia se parapetan ante la portería estética, tratando de decidir lo que podemos o no encarnar teniendo en cuenta nuestra herencia cultural. Pensé que solo las sociedades totalitarias prohibían a un bailarín clásico interpretar y aliñar Otelo o Carmen con el sabor de nuestras caderas o el ritmo de tambor en la cintura. Pensé que era solo en una dictadura donde resulta sacrílego combinar el estudio de Rachmaninoff con la médula de un guaguancó de esquina, pero me equivoqué, querido Alejandro. El totalitarismo y la doble moral son cazadores furtivos que habitan en el alma de cualquier sociedad, se alojan en lugares insospechados, esperando que llegue el momento de lanzar su daga al corazón de lo legítimo.

Creo que va siendo hora de crear un nuevo modelo de crítica, no me siento reconocida en una crítica demodé, desconectada de la raíz, que no entiende quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos los nacidos en El reino de este mundo. Hay que deconstruir o remover los géneros, o por lo menos, zarandear con ideas estas instituciones, de lo contrario, pasaremos a la historia amordazados, disfrazados con un filtro neocolonial muy poco creíble.

A nivel estético, sentí una poderosa inmersión en las artes visuales, una intervención en la obra de Frida Kahlo en la secuencia del nacimiento hacia adentro del bebé y ese infinito cordón umbilical que intenta, sin suerte, cortar el protagonista. William Kentridge, en la poderosa marcha de los emigrantes; José Bedia, en el hombre volador que trasciende el desierto; Giorgio de Chirico, en la arquitectura dilatada en las sombras; Marina Abramovic, también en la secuencia del cordón umbilical, del cuerpo desmayado en el suelo de la mujer que nadie parece advertir en la populosa Ciudad de México, y en el tratamiento de la sensualidad de los cuerpos durante todo el filme; Spencer Tunic y sus fotos de masas en espacios urbanos; Sandra Ramos, con sus cuartos rebosados de arena, y por supuesto, las degradaciones en las texturas y el delirio de los ocres, oxidados y grises rotos de una ciudad interior, narrada por Anselm Kiefer.

Esta película, como el arte emergente, propone acordonar zonas de la sociedad y analizarla como un laboratorio vivo en movimiento, para luego liberarla generando todo lo que traen las grandes obras, la inquietud, el miedo al cambio sobre la experimentación.

De regreso a casa, repasando los títulos de tu filmografía, me pregunto:

¿Qué le toca narrar a un artista de tu capacidad después de cinco premios Oscar? ¿Dormirte en tus laureles, no remover la tierra muerta ni cuestionar el universo que nos circunda, ni siquiera tu propia existencia?

Hoy se inicia un largo camino. Estamos en la prehistoria de Bardo, un debate que nos trascenderá poniendo ante nosotros la fábula y su paradigma ¿El rey vestido o el rey desnudo? Para quienes deseamos un continente mejor, el rey va desnudo. Hay que asumirlo, y como siempre nos decías en el cuarto de escritores, “esto es pan negro, porque el pan blanco a todo el mundo le gusta, refinado se lo come cualquiera”.

Un abrazo infinito.

Tu Wendy

P. D.: Dice Eliseo Alberto (Lichi) que allá arriba vieron Bardo y a todos les encantó.

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