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OPINIÓN | Nos espera un año más turbulento

Nota del editor: Jorge G. Castañeda es colaborador de CNN. Fue ministro de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003. Actualmente es profesor de la Universidad de Nueva York y está previsto que su próximo libro, “America Through Foreign Eyes”, sea publicado por Oxford University Press en junio. Las opiniones expresadas en esta columna pertenecen al autor. Mira más en cnne.com/opinion

(CNN Español) — Son tantas las tendencias que surgieron en2020o que por primera vez vislumbramos con claridad, que resulta difícil entresacar una o dos y otorgarles un impacto superior a otras. Pero visto que en cualquier reflexión sobre el pasado es imperativo jerarquizar y escoger, para América Latina –y para el mundo entero, en realidad- guardo dos procesos que marcaron el año que concluye.

2020 fue a la vez el año de mayor evidencia del carácter globalizado del mundo en el que vivimos y el año del Estado nación, y del Estado a secas.

Como pocas veces, todos los países de la Tierra se vieron afectados -algunos devastados— por el covid-19. Ninguna de las pandemias, desde la influenza de 1918, atacó a tantas sociedades con esta intensidad y simultaneidad. Algunas resistieron mejor que otras; unas sufrieron antes que otras; pero casi ningún país del mundo evitó sus estragos. Hasta una pequeña nación como Uruguay, que solo ha padecido 174 muertes hasta la fecha, pagó el alto costo del cierre completo de su economía durante varios meses. Un mundo tan interconectado no pudo interponer barreras ante la dispersión del virus, aunque casi todos los gobiernos lo intentaron. Incluso en los campamentos de la Antártida ha habido contagios.

Los destrozos de la consiguiente contracción económica tampoco pudieron ser evadidos. Ninguna economía, rica o pobre, quedó al margen de los pavorosos efectos sobre la demanda y la oferta que surtió la pandemia. De nuevo, algunos países decrecieron más, otros menos. Unos superaron la caída de su producto interno bruto con mayor rapidez; otros siguen estancados en círculos viciosos aparentemente interminables. Pero ni siquiera la Gran Recesión entre 2007 y 2009 presentó la misma gravedad, duración y universalidad que la que comenzó en 2020. Si Chinapor su sistema político, su resiliencia y la prelación en el brote del virus— quizás decreció menos y se recuperó antes, todo es relativo. Cabe destacar que hay indicios de que China mostró fallas en su respuesta inicial al virus y se sabe que las cifras de muertos y contagios reales están muy por encima de las reportadas.

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Ni los países ricos ni los pobres; ni las economías más abiertas o más cerradas; ni las zonas de integración económica ni las regiones más autárquicas; ni los países productores de materias primas ni los exportadores de servicios se salvaron de la tormenta. Huelga decir que los márgenes cuentan: algunas economías salieron mucho mejor libradas que otras. Pero todas se vieron diezmadas.

Sin embargo, a pesar de la globalización del origen de los males y de sus consecuencias, predominó el carácter nacional de las respuestas, tanto al covid-19 como a la recesión. En mi opinión, en mucho mayor grado que en 2009, instituciones financieras internacionales o agrupaciones económicas como el Fondo Monetario Internacional, el G20 o el G7 brillaron por su ausencia. En parte, por la naturaleza misma de la pandemia, que obstaculizaba cualquier reunión presencial, sin la cual toda negociación se tornaba más difícil. Aunque conviene recordar que la Unión Europea fue capaz, en plena crisis sanitaria regional, de adoptar la decisión histórica de financiar programas fiscales con deuda comunitaria. Otra explicación de la debilidad de la respuesta multilateral en el repliegue de Estados Unidos. Sin Washington, resulta casi imposible que organizaciones como la OMS puedan trabajar con eficacia.

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Pero es probable que la preeminencia de las respuestas nacionales se deba más que nada al fácil -y único- recurso de los Estados modernos al default option de siempre: políticas fiscales, monetarias y de salud nacionales, aún ante desafíos claramente transnacionales. Eso es lo que la mayoría de los Estados saben hacer: aumentar el gasto, abrir o cerrar economías, escuelas, fronteras, invertir en la salud y la seguridad de sus ciudadanos. Muchos Estados han hecho esto muy bien en la pandemia: desde Brasil, con un gobierno de ultraderecha, hasta España, con uno de izquierda, y pasando por los matices de los diversos estados de bienestar en Europa y Asia del Este.

La preeminencia del Estado condujo a paradojas notables. Gobiernos conservadores al menos en la ideología que profesanincurrieron en déficits fiscales que en otros momentos los llamados “mercados” no hubieran tolerado. Estados Unidos, entre sus dos paquetes fiscales y la Reserva Federal, podría superar un déficit del 15% del PIB; el Reino Unido, con un gobierno del Partido Conservador, tal vez más. Las bolsas de valores y los tipos de cambio apenas lo notaron, entendiendo que la alternativa era un desplome mucho mayor de la “economía real”.

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El combate a la pandemia arrojó otros resultados y otras sorpresas. Los desacreditados estados de bienestar o asistenciales de Europa occidental, así como los de Canadá, Japón y Corea del Sur enfrentaron con mayor éxito los estragos del virus que Estados Unidos, cualquiera que sea el rasero utilizado. Contar con un sistema de salud público, universal, centralizado y generoso, terminó por ser una mejor arma para atajar las contradicciones del covid-19 que el esquema estadounidense, de índole privado, ciertamente flexible pero indudablemente selectivo e incluso discriminatorio. Los países latinoamericanos, con sistemas de salud que enfrentan muchos retos, resintieron los peores efectos de la pandemia en el mundo, al menos hasta ahora.

OPINIÓN | El testamento de 2020

La tensión entre globalización y fortalecimiento de los Estados nacionales desembocará en desenlaces imprevisibles, por definición. No obstante, todo indica que los dos Estados más globalizados, y a la vez más fortalecidos, antes de la pandemia, emergerán de la misma con una fuerza incrementada, y con una rivalidad agudizada. Se trata, obviamente, de Estados Unidos y China. El primero demostró que a pesar de las debilidades de sus instituciones sociales y de la polarización de su población fue pionero en producir una vacuna autorizada y entregada a una enorme cantidad de personas en poco tiempo, aunque las autoridades reconocieron que se quedaron muy por debajo de la meta inicial de 20 millones de vacunados al final de 2020. Asimismo, supo inyectarle inmensas sumas de dinero rápidamente a su economía, y lograr que la contracción económica resultara menor a la de muchos otros países ricos. China, por su parte, mas allá de las suspicacias que despertó por haber sido el lugar de origen involuntario del virus, pudo controlar su contagio en un plazo mínimo, desarrollar una vacuna que por lo menos sus gobernantes consideraron segura y eficaz, y aminorar dramáticamente su caída económica.

La presencia de un creciente nacionalismo emergente en China y la narrativa estadounidense sobre una “amenaza” china deben verse a la luz de este marcador de logros y fracasos de 2020. Nos espera un año mejor, sin duda, respecto a las tragedias pandémicas del que concluye, pero más incierto y turbulento en sus implicaciones geopolíticas. No tendremos tiempo para aburrirnos.

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